Nada,
no le queda nada, no tenía en sus bolsillos más que el aire frío de ese
invierno, lo había perdido todo de la manera más tonta, había dejado la
chimenea encendida olvidando tapar la rejilla, y por consiguiente los leños
salieron incendiando toda la casa, aquella casa de madera que con tanto
sacrificio habían construido sus abuelos, ahora estaba hecha cenizas, cenizas
que reflejaban el dolor de no tener nada, bueno, nada material, pues aún
conservaba la vida y la salud.
O
por lo menos eso creía.
Precisamente
fue deteriorándose más su salud y Anthony no tenía a nadie más a quien
recurrir, salvo por aquella vecina que una vez le brindó el sofá de su casa
cuando la embriaguez no pudo más con su cuerpo, lo recordaba muy bien, pues fue
el día en que perdió a su único hijo, víctima de la malaria.
Sin
embargo, siguió adelante pero nunca volvió a ser el mismo.
Cada
tarde, se sentaba en la antigua alcoba de su pequeño, acariciaba su pequeña
gorra azul, contemplando los diminutos soldados de plástico que adornaban el
estante junto a la pared, esa pared que marcó cada paso, cada centímetro que figuraba
sobre sí el crecimiento de su hijo, mes tras mes, año tras año.
De
pronto despertó, volviendo a la realidad, se encontraba nuevamente en el sofá
de su vecina, recordando la trágica pérdida de su hogar, primero su hijo, luego
su casa, y ahora su salud… ya no le quedaba nada, absolutamente nada por qué vivir.
Anthony
agonizaba, su mente no estaba ligada a su cuerpo, desvariaba y deseaba con
todas las ganas que ya terminase todo ¿se reuniría de nuevo con su pequeño? Tal
vez era eso lo que lo alentaba a rendirse, a dejar de luchar.
No
podía morir allí, no en la casa de la única persona que le extendió la mano,
por lo que decidió salir en plena madrugada, con el frío arrollador, sentía que
miles de cuchillos se le incrustaban en la piel, su abrigo apenas lo protegía
pero después de unas millas llegó a lo que era su hogar, al montón de escombros
donde antes solía haber una casa, ese refugio al cual siempre regresaba cada
tarde, tras una faena de trabajo rutinario e intransigente.
Lentamente
se acostó en unas tablas chamuscadas, amontonadas emulando a una colcha, una
dura y rígida colcha. La fiebre ya lo tenía mareado, empapado y a la vez
ardiendo. A pesar de eso Anthony sintió un calor ameno, suave y confortable, no
sabía si era por el fuego que aún quedaba en las entrañas de cada madero, o por
la fiebre atroz que recorría su cuerpo, o simplemente la paz interior que
estaba sintiendo, pero allí, en medio de la nada, en medio del escombro,
Anthony cerró los ojos esperando nunca más abrirlos.
Su
cuerpo temblaba más, hasta que dejó de hacerlo.
Pero
ese no fue su fin.
Una
luz tenue fue creciendo cada vez más hasta hacerse brillante y detenerse justo
frente a él. Anthony despertó.
-
Estoy
muerto – pensó. Pero la luz parpadeaba hasta apagarse, unos pasos se acercaron
a él, y luego oyó una voz familiar que en un susurro le dijo:
-
Anthony,
soy yo, Amanda, te llevaré de vuelta.
Era
su vecina Amanda, la única persona que se preocupaba por él, vino a recogerlo
luego de extrañarlo al ver aquel sofá vacío.
Fue
así como Anthony comprendió que, a pesar de la situación, no lo había perdido
todo, alguien se preocupaba por él y mejor dicho, se ocupó de él, hasta que recuperó
sus fuerzas nuevamente y sus ganas de vivir, se sintió esperanzado de contar
con Amanda… Sin embargo… no todo era lo que parecía, Amanda no había salvado su
vida por simple empatía o amistad, ella tenía otros motivos ocultos, motivos secretos
que cuando fueron revelados ya era demasiado tarde para Anthony, tanto así que
hubiese preferido morir aquella fría noche de invierno que pasar por lo que
ella le tenía preparado.
Al
fin y al cabo, a Anthony ya no le quedaba nada.
Reto
23. Comienza un relato con: “Nada, no le queda nada”. (cumplido)